Mukhtar está recostado en la arena caliente; es inhóspita, monocolor, monótona. Tiene ocho años, aunque su cuerpo escuálido, huesudo, tiene las proporciones de un niño de tres años.
Su piel está seca, áspera, y revienta por algunos sitios con pústulas, que dejan escapar un líquido viscoso al que acuden moscas, que ya casi forman parte de su cuerpo.
Ni tiene fuerzas para andar ni la polio que padece, se lo permite.
Nada extraordinario, casi todos los niños que le rodean están en las mismas condiciones. Muchos niños han tenido peor suerte y han ido muriendo mientras él iba cumpliendo años; aunque no sabe qué es mejor, si morir y descansar, o vivir en ése infierno esperando...,esperando no sabe qué.
Mira a un lado. Su madre está sentada en el suelo y sostiene en sus escuálidos brazos a uno de sus hermanos; éste intenta alimentarse con una leche casi inexistente, en ese pecho que parece un pellejo vacío, con el que supuestamente debe alimentarlo.
Mira al otro lado, ve algo brillar en la arena. Empieza a moverla y separarla del objeto hasta que lo saca del todo y lo acerca a sus ojos. Es una lámpara de aceite. Recuerda haber oído historias de sus mayores que si te encontrabas un artilugio como ése y lo frotas, el genio de tu interior te concede un deseo. Así lo hace. El genio aparece y le pregunta dónde quiere que lo lleve.
-Pues, a un sitio en dónde esté pasando algo extraordinario.
Ve delante de sus ojos cómo gira el globo terráqueo a mucha velocidad..., sus ojos se van agrandando poco a poco, a la par que éste también vá dejando de girar…, hasta que al lado de un gran Océano, el Atlántico y un poco más arriba y a la izquierda del continente Africano, el mapa de España se vá acercando poco a poco, poco a poco, hasta que sus ojos estuvieron muy cerca de un sitio llamado Madrid. Vá viendo los acontecimientos que suceden, cómo en una gran pantalla de plasma.
Todo lo que está a su alrededor vá perdiendo luz, relieve y relevancia, sólo es importante lo que vá pasando en ésa gran pantalla; como si lo engulliera por completo.
Ve a muchísima gente congregada en una gran avenida. Gente que canta en muchos idiomas, que parece muy feliz, que salta, que baila y corea el nombre de alguien que no puede ver.
-¡Viva el Papa! ¡Viva el Papa!
Con los ojos busca a ésa persona a la que aclaman. Arriba de un gran estrado, rodeado de muchísima gente, de hombres y mujeres vestidos casi todos de blanco y negro, se sitúa majestuoso, suntuoso, con gesto lento y estudiado, un hombre con el pelo blanco.
Cuando habla, en voz pausada, todos callan.
Por lo visto habla en nombre de alguien. Cristo, sí, así se llama.
Dice que Cristo es el Dios de todos. Un Dios de amor, de misericordia, de piedad…, y por lo visto, él es su emisario.
Y habla de todo lo que decía ése Cristo, ése Dios. Y él cada vez abre mas los ojos, perplejo.
Y sacan varias esculturas del Dios a las calles. Imágenes en dónde el Dios sufre, es maltratado, vejado y hasta clavado en una cruz hasta la muerte; sin que tuviera culpa alguna.
Y el Papa exhorta a que todos sigan su ejemplo, el de Cristo.
Y ve al Papa recibir a grandes personajes con muchos honores, e incluso intercambian valiosos regalos…
Y todos lo vitorean, aplauden, gritan a su paso, chillando su nombre hasta casi el paroxismo… y piensa que seguramente ese Dios, Cristo, no se parecía mucho a la gente que habla de él.Sin embargo, por lo que cuentan, sí se parece a la gente que a él mismo rodea. Con humildad, con muchas necesidades y sufrimiento.
Y ve cómo parte de ésa gente se pone a chillar y a discutir con otros que no piensan como ellos pero que han acudido al lugar dónde están; tanto que hasta que tiene que intervenir la policía. Con unas grande porras y la cabeza cubierta por unos cascos, pega y zarandea a algunos.
Dos hombres varones se besan apasionadamente para burlarse de los que siguen al Papa, y dicen obscenidades…, y los otros contestan, y todos chillan.
Y no entiende nada.
Y ve todo lo que rodea a aquellos acontecimientos, y no entiende nada.
Y piensa: ¿cómo el señor del pelo blanco no va a verlos a dónde está él, dónde tantos niños y mayores que sufren tanto, que están tan enfermos y dónde hay tanta hambre?…
Si todos ésos jóvenes se hubieran llevado la fiesta a su país, con todas ésas ropas, ésas risas, ésos cánticos…, seguramente todos hubieran sido muy felices. Pero sobretodo ése Dios, Cristo, que también había sufrido como ellos.
Pero no; parece ser que no podía ser. Ese señor del pelo blanco se sube a un avión, se despide de aquélla gente que llora y ríe y vuelve a su casa.
A su casa, un gran palacio…